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Existen cosas que realizamos sin ninguna premeditación, estamos seguros de ellas. Respiramos, nos levantamos de nuestra casa por la mañana, sabiendo que nuestros pies funcionarán tal como ayer, miramos al oriente y si, tal como ayer el sol está saliendo de nuevo. Son cosas de las cuáles nos sentimos seguros.

¿Te imaginas despertando con la duda, de saber si tus pies podrán movilizarse, o si el sol tardará en aparecer o si nunca aparece? Viviríamos llenos de temor.

La seguridad de nuestra salvación.

Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna.
(Juan 3:16)

Sabemos que la base elemental de nuestra salvación es Cristo y su obra, que no hay otro nombre en el cual podamos ser salvos. Estamos seguros que Cristo vino al mundo para traer salvación.

El Espíritu del Señor es sobre mí, Por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas á los pobres: Me ha enviado para sanar á los quebrantados de corazón; Para pregonar á los cautivos libertad, Y á los ciegos vista; Para poner en libertad á los quebrantados: (Lucas 4:18)

La seguridad de mi salvación

Entonces, el creyente puede estar seguro de su salvación primeramente por Cristo. Es él quien pagó el precio en aquella Cruz. Fue Él quien tomo sobre sus hombros nuestra carga. El peso de nuestros pecados fue sobre Él. ¿Cómo podemos estar seguros de eso? Por lo que las Escrituras nos dicen. Claramente Jesucristo es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

No obstante, mi estilo de vida debe ser un reflejo de mi salvación. Eso debe darme cierta seguridad, de que estoy siendo cambiado, transformado a la imagen de Cristo. Cada día estoy muriendo y Él está viviendo en mi. Es su voluntad y su Ley mi deleite. En esto percibo y puedo estar seguro de mi salvación también, en que ando en buenas obras, es decir en santidad delante de Dios.

La falsa seguridad

Sin embargo hay otro tipo de seguridad, una que nos dice que estamos bien, que somos salvos, de hecho que si ya hicimos una oración de confesión, por lo tanto somos salvos. No importa lo que hagamos o pensemos, somos salvos.

Una idea totalmente equivocada. La gracia de Dios no nos conduce al libertinaje, sino a la santidad. Evidentemente, aquellos que piensan que pueden hacer de la gracia en Cristo, un “pasaporte” de ida y vuelta a Pecado-landia, no han conocido la gracia del Señor.

Seguimos pecando, pero no amamos pecar.

Todo creyente lucha con el pecado. Quién diga que no lo hace, miente. El remanente de pecado en nosotros, nos incita, nos provoca, nos susurra que desobedezcamos la Ley perfecta de Dios. Pero, es ahí donde el poder del Espiritu Santo y La Palabra de Dios, nos capacitan para hacer lucha contra todos esos argumentos que se levantan en contra de Cristo.

Seguimos pecando pero ya no nos gozamos en ello. Seguimos pecando pero anhelamos ser santificados cada día. El pecado ya no es nuestro Señor, ahora lo es Cristo.

Evaluarnos es necesario.

Todos los creyentes, debemos examinarnos para saber si llevamos una vida agradable delante de Dios. De lo contrario, si adoptamos ese vil pensamiento de “haz lo que te de la gana ya que eres salvo” nos veremos como un elefante descansando en las nubes. Tarde o temprano, sucederá la caída. Y el despertar será muy doloroso.

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