¿Cuánto pensamos en
nuestro estómago? Por lo menos tres veces al día, las cuales hemos etiquetado
como: desayuno, almuerzo y cena. Algunos otros, tienen otras etiquetas como: merienda de media mañana y merienda de tarde.
¿Cuánto pensamos en
nuestros vecinos, amigos, las personas que vemos a diario en la calle, el
empleado de la gasolinera, en nuestros compañeros de trabajo? Posiblemente
podrías decir que muy poco, sin embargo, piensas en ellos cuando compras un
nuevo traje, un nuevo celular, o cuando dejas las llaves en el auto, o cuando
olvidaste el pronóstico del clima y corres por la calle buscando un refugio.
Piensas en ellos, cuando das o te limitas a dar una opinión. En pocas palabras,
te interesa muchísimo lo que los demás piensan de ti.
Nuestra necesidad de
alimentarnos y la popularidad, son dos aspectos que parecen no tener relación
alguna, sin embargo un hilo delgado pero brillante los une: la
atención. Dedicamos mucha atención a nuestras necesidades, a la opinión
de los demás, invertimos mucho tiempo en tales actividades.
A mitad de la mañana
estamos pensando en que almorzaremos, cuando decidimos algo, estamos pensando
en qué pensarán los amigos al respecto.
¿Y el alma? Es algo
que ha sido descuidado por muchos. A tal punto que se exponen, a cosas tan
dañinas como la mentira, la maledicencia, la envidia, el egoísmo, en
definitiva, al pecado. ¿Soportarán una cena preparada de forma insalubre, o una
opinión dañina respecto a ellos? No. ¿Soportarán vivir bajo sus deseos
desordenados, dañando así sus almas? Sí. Triste prioridad.
Tan precioso bien no
debe ser descuidado, no debe ser expuesto a tan horrenda y dañina maldad, como
lo es el pecado. Por el bien de nuestras almas huyamos del pecado, huyamos de
cualquier forma de maldad, huyamos y encontremos refugio en Cristo.